Por Pablo Latapí
Imagina recibir la mano extendida de alguien que durante años solo te llamó por un número. Arnulfo Ayala, preso 936516, se quedó paralizado cuando un capitán de la prisión Bartlett en Texas le ofreció ese apretón de manos. No sabía qué hacer. Llevaba décadas acostumbrado a la invisibilidad, al desprecio institucional. Ese gesto simple —dar la mano, preguntar una opinión— partió su mundo en dos.
Mientras tanto, en la prisión estatal Solano en California, cincuenta hombres con cadena perpetua acaban de graduarse como consejeros certificados en adicciones de Alcohol y Drogas. No hablamos de un taller motivacional ni de buenas intenciones. Es el primer programa en Estados Unidos que convierte a prisioneros en profesionales licenciados para atender adicciones. Con títulos equivalentes a los que obtienen consejeros en libertad. Con las mismas credenciales. Con la misma validez.
La diferencia es una: estos consejeros conocen el infierno desde adentro.
Han pasado años —algunos décadas— detrás de barrotes procesando su propio trauma, descifrando las raíces de sus decisiones, construyendo empatía ganada a golpes. Saben cada truco de manipulación que un adicto puede inventar porque ellos mismos los usaron. Conocen cada excusa, cada justificación, cada mentira que nos contamos para sobrevivir. Y desde ese conocimiento, confrontan y acompañan a otros.
El programa tomó tres años de formación rigurosa. Neurobiología de la adicción, técnicas de intervención en crisis, ética profesional. Pero su verdadero currículo fue otro: la transformación personal. El documental “The 50” retrata el proceso sin romanticismos. No hay redención fácil ni epifanías instantáneas. Hay hombres nombrando el daño que causaron, enfrentando su pasado, decidiendo que su historia no termina donde comenzó.
Los resultados hablan solos. Los prisioneros atendidos por estos consejeros muestran menores tasas de conflicto, mayor participación en programas educativos y reducción significativa en el uso de celdas de aislamiento. El sistema carcelario californiano, históricamente escéptico de cualquier cosa que huela a “segunda oportunidad”, ahora estudia expandir el modelo.
Porque algo está cambiando en las prisiones estadounidenses.
La prisión Bartlett en Texas reabrió en octubre de 2024 con un modelo revolucionario. Los dormitorios tienen sofás cómodos y televisiones de 55 pulgadas. Las paredes lucen murales pintados por los mismos internos. Los guardias preguntan ideas, opiniones. Tratan a los prisioneros como seres humanos.
Suena obvio, pero durante décadas el sistema carcelario operó bajo una premisa distinta: el castigo reforma. Los resultados probaron lo contrario. Estados Unidos tiene la tasa de encarcelamiento más alta del mundo y tasas de reincidencia cercanas al 70%. Las prisiones se convirtieron en almacenes de violencia donde guardias y prisioneros viven en guerra permanente. La cultura del “nosotros contra ellos” perpetuó el ciclo.
Bartlett forma parte de “Visión 2030”, el plan del Departamento Correccional de Texas para que el 95% de los internos tengan trabajo antes de salir y las habilidades necesarias para no regresar. Actualmente solo el 24% lo logra. El plan no nace de la filantropía sino del pragmatismo: la reincidencia cuesta miles de millones de dólares y perpetúa el ciclo de violencia.
El programa “Restoring Promise” da otro giro. Usa mentores —prisioneros de mayor edad con sentencias largas— para trabajar con jóvenes de 18 a 25 años. En lugar de castigos punitivos, emplean círculos restaurativos donde todos discuten errores y buscan soluciones colectivas. El enfoque reduce la violencia institucional y el uso de confinamiento solitario, esa práctica que destruye la salud mental.
Estos no son experimentos aislados. Son respuestas a una crisis sistémica que cuesta 80 mil millones de dólares anuales y no cumple su función. La violencia dentro de las cárceles genera tasas alarmantes de estrés postraumático entre guardias y prisioneros por igual.
Los cincuenta consejeros de Solano, los guardias que estrechan manos en Bartlett, los mentores de Restoring Promise no están pidiendo perdón ni aplausos. Están demostrando algo más poderoso: que las prisiones pueden ser espacios de transformación real, no almacenes de castigo.
Mientras los políticos prometen ser “duros contra el crimen” y debaten reformas que nunca llegan, estas personas están sanando el crimen desde adentro. Sin reflectores. Sin presupuestos federales millonarios. Sin campañas mediáticas. Solo con la certeza de que quien ha atravesado el infierno puede guiar a otros hacia la salida.
La pregunta ya no es si funciona. Los datos lo confirman: quienes participan en educación correccional tienen 48% menos probabilidad de reincidir. La pregunta real es cuánto tardarán los sistemas en escuchar.
Porque resulta que hay un mundo mejor que el de los políticos. Lo están construyendo cincuenta hombres con cadena perpetua que decidieron que su pasado no definiría su futuro. Lo está construyendo cada guardia que extiende la mano. Cada mentor que comparte su historia. Cada persona que eligió sanar en lugar de perpetuar el daño.
Ese mundo ya existe. Solo falta mirarlo.
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Pablo Latapí es periodista con 40 años de experiencia, ex corresponsal de guerra y ex director de noticias de TV Azteca.


